Sembrando letras
De cómo una niña aprendió a plantar lechugas
Como muchos otros días, aquel día, Marta acompañó a su mamá y su papá al mercado. Como siempre, aquel día, se detuvieron en el puesto del señor Matías, el de las lechugas. Al llegar, Marta saludó con prontitud al señor Matías. Sobre el puesto, Matías tenía toda una montaña de lechugas bien grandes y bien hermosas.
La mamá de Marta comenzó a escoger algunas lechugas del montón y de pronto, Marta, extrañada, se quedó mirando una diminuta lechuga que apareció en el montón. Era una lechuga muy, muy, muy pequeña. Nunca antes había visto una lechuga como aquella. Una lechuga tan pequeña. Rápidamente, Marta cogió la pequeña lechuga y preguntó qué era. Matías, el de las lechugas, le dijo que era un lechuguino. Jamás había oído aquella palabra y tampoco antes había visto una lechuga tan pequeña. Matías, el de las lechugas, le dijo que si la quería se la podía llevar. Marta se sintió feliz y miró a sus padres con gran satisfacción por tener entre sus manos un lechuguino.
Al llegar a casa, Marta con el lechuguino en sus manos fue a su habitación. Dejó la pequeña lechuga en una mesita y se puso a leer uno de sus libros favoritos. Al ratito, escuchó una voz que le hablaba. Sorprendida, miró al lechuguino y comprobó que quien le hablaba era el lechuguino. Marta asombrada, preguntó si los lechuguinos hablaban. Entonces el lechuguino le contó que las lechugas cuando son pequeñas hablan. Pero solamente a los niños y a las niñas que saben que no le harán daño. Aquella lechuga pequeña estaba segura que Marta era una niña que no le haría daño y que la cuidaría.
Pasaron algunos días y Marta observó que su amigo el lechuguino, estaba bastante pachucho y mustio. Casi ya no le hablaba ni le decía nada. Marta empezó a preocuparse y le preguntó qué le pasaba. El lechuguino con voz muy baja y entrecortada, contó que en pocos días moriría y no podría hacerle compañía. Estaba muy debilitado y sin apenas fuerza. Aquellas palabras del lechuguino dejaron a Marta bastante apenada y llorosa. Y le preguntó qué podría hacer para que se recuperase. El lechuguino explicó que si de verdad quería ayudarle, debía hacer algo. Marta le suplicó que le contara cómo socorrerle. Entonces el lechuguino le contó. Debes coger una maceta, un poco de tierra y agua. Después, pondrás la tierra en la maceta, harás un pequeño hoyo en la tierra y me meterás dentro. Me abrigarás con la tierra y me regarás con buena agua.
Marta salió de su habitación con su lechuguino y en el jardín de su casa, hizo lo que le había dicho. Cuando el lechuguino se vio dentro de la maceta, empezó a sonreír. Empezaba a recobrar su buen estado. Ahora se encontraba feliz y contento. Marta preguntó al lechuguino si necesitaba algo más. Deberás ponerme al sol todos los días y cuidar que la tierra de la maceta esté siempre húmeda.
Cada día, Marta ponía la maceta con su lechuguino al sol y la regaba cuando la tierra empezaba a secarse. Después de poco tiempo, había merecido la pena. El lechuguino había crecido mucho, mucho, mucho. Marta se sentía bien satisfecha de su buen trabajo y sobre todo, de haber aprendido cómo plantar y cuidar una planta.
Ahora ya no tenía un lechuguino, sino una hermosa lechuga con unas hojas muy bonitas, grandes y verdes.
“Sobre historias que me contaron”
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